Jean Meyer
16 de diciembre de 2007
Con 40 mil millones de dólares, la trata de los seres humanos es el negocio criminal
número tres en el mundo, justo después del narcotráfico y del comercio de las
armas.
Según Naciones Unidas y la legislación internacional, la trata de hombres (genérico
para todas las edades y sexos) es un crimen. Muy bien. Una vez más las
declaraciones de principios hermosos ratificados por todos los estados miembros de
la ONU se quedan en el cielo azul de las buenas intenciones.
Las prácticas actuales de la trata alcanzan y rebasan los horrores de la trata de los
esclavos africanos (siglos XVI a XIX). Ese negocio criminal que incluye no sólo la
prostitución (la famosa “trata de las blancas” alcanza hoy a las negras, a las
amarillas, a las morenas y a todos los colores de la piel femenina, masculina, adulta
e infantil), sino el tráfico de órganos que alimenta un fructuoso y atroz negocio
médico que implica no sólo el reciclaje de cadáveres, de accidentados, de
ejecutados legalmente (por ciertos gobiernos que no mencionaré), sino el asesinato
a sangre fría de gente tratada como ganado; y también el trabajo forzado y la
esclavitud.
Los 40 mil millones de dólares del negocio, transformados en euros, nos dan la cifra
de 27 mil millones que, curiosamente, corresponden a los 27 millones de personas
tiranizadas en el mundo, según una estimación reciente. La Organización
Internacional del Trabajo reporta 12.3 millones de adultos y niños enrolados en el
trabajo forzado (no precisan si en esta cifra entran los campos de concentración de
ciertos regímenes dictatoriales), 4 millones de mujeres y niñas vendidas cada año,
un millón de niños y niñas explotados sexualmente (estimación de Interpol). El año
pasado, de la sola Europa Oriental salieron 500 mil mujeres para Europa
Occidental, pastoreadas por los traficantes de la prostitución.
Uno podía pensar que esas actividades eran arcaicas y en vía de desaparición; de
ninguna manera, en los últimos 30 años han crecido sin parar, a escala mundial.
Han crecido y se han transformado al grado de formar verdaderas industrias y
estimular corrientes migratorias enormes. En cuanto a los traficantes, como en el
caso del narcotráfico, han demostrado una capacidad de adaptación y de
transformación, de inventividad asombrosa. Lo que las estadísticas no dicen es la
generalización, la globalización y la canalización del fenómeno. Se manejan códigos
ligados al comercio humano para anunciar la mercancía en los medios masivos de
comunicación, prensa e internet.
La desintegración de la antigua URSS, la larga crisis de transición en el difunto
bloque comunista, las guerras civiles e inciviles en África, América Latina, Medio
Oriente, Asia, las crisis económicas, la emigración ilegal en busca de una vida
mejor, sobran los factores que facilitan el trabajo de nuestros negociantes en carne
humana. El crimen es fácil y no presenta muchos riesgos porque brinca las
fronteras y se burla de una jurisdicción internacional difícilmente aplicable, incluso
en los países que la reconocen.
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Las convenciones internacionales de Palermo (2000) y del Consejo Europeo (2007)
han sido firmados, la primera por 80 países nada más, la segunda se encuentra en
proceso de ratificación. Hasta la fecha no han molestado mucho a las poderosas
mafias que reclutan, transportan, instalan y explotan a sus víctimas. Agencias
matrimoniales, agencias de empleo, agencias para conseguir visas son pantallas
perfectamente respetables, sin contar a los coyotes tristemente célebres en nuestro país, pero presentes en todas las latitudes y cerca de cada frontera. Internet, como
todo lo que tiene que ver con el hombre, permite lo mejor y lo peor. Son
innumerables los sitios al servicio del negocio de carne humana.
¿Qué decir de esas niñas o adolescentes, vendidas por sus padres como domésticas
y pronto trasladadas al burdel? Uno puede leer bajo la pluma de la directora del
Comité contra la Esclavitud Moderna (CCEM) que “la esclavitud doméstica tiene una
dimensión cultural. El 56% de las víctimas y de los empleadores pertenecen a las
mismas comunidades, en mayoría en África Occidental. En esos países muchos
niños trabajan y la tercera parte de las niñas expatriadas para esa esclavitud
doméstica son menores de edad” (www.coatnet.org). No hay que ir tan lejos, en
Centroamérica y en nuestro país, el fenómeno existe, por desgracia.
La esclavitud moderna representa, para los 10 últimos años, un comercio superior
en cifras absolutas a la trata de esclavos africanos durante cuatro siglos, o sea 30
millones de víctimas desde 1996. Cuando los métodos “normales” no funcionan o
son insuficientes, los traficantes recurren al secuestro, al robo de niños para
alimentar sus redes de prostitución infantil o para chantajear a las madres y
obligarlas a trabajar para los padrotes. Esas mujeres se sacrifican para recuperar
algún día, si es que ese día llega, a sus niños o para proteger a sus familias. Los
niños de la calle de México, Río de Janeiro, Moscú, etcétera, son unas presas
ideales. ¿“Ratas” prometidas al exterminio por los escuadrones de la muerte, o
venaditos para los pedófilos y demás? ¿Qué es mejor o peor?
Business is business, los negocios son los negocios y el dinero no tiene olor, como
bien dijo el emperador romano Vespasiano a su hijo que le reprochaba cobrar el
uso de los mingitorios públicos. El negocio aquel conoce un boom sensacional y la
cifra de 27 mil millones de euros no se encuentra encima, sino debajo de la
realidad: es una estimación muy seria hecha por la OIT ya citada.
Es más fácil pasar niños y mujeres del otro lado de la frontera o del mar, que
introducir droga y armas informa el Secours Catholique francés. La rentabilidad es
muy alta y la inversión mínima, comparada a la de los otros dos negocios
criminales. Ningún país puede considerarse indemne: 137 países son destinatarios
y 127 países “exportan” la carne humana. Lo que intenta decir en nuestro país, de
nuestro país, la valiente Lydia Cacho es sólo la puntita del iceberg. ¿Cómo hacer
para que el hombre deje de ser un lobo para el hombre, cómo protegernos contra
nosotros mismos?
jean.meyer@cide.edu
Profesor investigador del CIDE
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/39256.html